China

Nuevo modelo economico chino

Quizá los líderes chinos han descubierto el secreto de una estrategia de modernización distinta de la experiencia occidental de los dos últimos siglos, pero la evidencia indica que China no podrá tener la economía abierta que necesita mientras no se produzcan cambios políticos.
Al acceder a la secretaría general del Partido Comunista Chino en noviembre de 2012, Xi Jinping se encontró ante múltiples indicios políticos, sociales y económicos del fin de una época. En solo 30 años China se había convertido en la segunda mayor economía del planeta; una posición que jamás podía haber imaginado Deng Xiaoping al poner en marcha la política de reforma y apertura tras la muerte de Mao en 1976. El sistema político afrontaba, no obstante, el dilema de adaptarse a las expectativas de una sociedad profundamente transformada. Al mismo tiempo, el ciclo de alto crecimiento estaba llegando a su conclusión.
Tras crecer a un ritmo anual medio del 10 por cien entre 1979 y 2010, el PIB chino, en efecto, se redujo al 7,9 en 2012 y al 7,8 por cien en 2013; cifras que el gobierno calificó como “la nueva normalidad”. La desaceleración continuó durante los dos años siguientes (un 7,3 por cien en 2014 y un 6,9 en 2015), y las autoridades chinas, cuyo discurso pasó a hacer hincapié en la “calidad” del crecimiento más que en su ritmo, declararon como objetivo oficial durante el XIII Plan Quinquenal (2016-20) un incremento del 6,5-7 por cien. Aunque dentro de lo esperado, la cifra registrada en 2016 –un 6,7 por cien– volvió a confirmar la tendencia a la desaceleración, que previsiblemente se mantendrá en los próximos años (el FMI estima un 5,8 por cien en 2021). Por sus implicaciones –China fue la responsable del 40 por cien del crecimiento de la economía mundial en 2016– la sostenibilidad de su desarrollo no es una cuestión solo relevante para sus líderes o sus ciudadanos, sino también para un mundo que se ha vuelto mucho más dependiente del gigante asiático.
Es sabido que el modelo basado en las inversiones fijas de capital y en las exportaciones está agotado. Para crear empleo y mejorar el nivel de vida de sus ciudadanos –imperativo político por excelencia para los líderes chinos– resultaba necesario reorientar la economía hacia el consumo y los servicios, y reestructurar la industria hacia la innovación y la alta tecnología. El objetivo de esta transformación no es tanto frenar una mayor desaceleración como facilitar el tipo de crecimiento a largo plazo que permita a China alcanzar el estatus de un país avanzado. A nadie se le escapa que, pese al rápido crecimiento experimentado por muchas economías en Asia, solo cinco (Japón, Corea del Sur, Singapur, Taiwan y Hong Kong) lograron superar la “trampa de los ingresos medios” a medida que desaparecía el dividendo demográfico y crecían los costes salariales.
En noviembre de 2013, un año después de la llegada al poder de Xi, la sesión plenaria del Comité Central del Partido Comunista adoptó un ambicioso documento que recogía más de 300 medidas dirigidas a propiciar ese cambio de modelo, otorgando un papel “decisivo” al mercado en la distribución de recursos. El texto realizaba un diagnóstico exhaustivo de la economía china, al describir los desequilibrios de su modelo de desarrollo, sus problemas de sostenibilidad, y la insuficiente coordinación entre las autoridades responsables. Se consideraba que el país aún tenía mucho que mejorar en materia de innovación científica y tecnológica, así como en su estructura industrial. El diferencial de desarrollo entre las ciudades y el campo, y la desigualdad social eran mencionados como otros desafíos de gran magnitud. Según se indicaba, la clave para la solución de estos problemas consistía en profundizar en las reformas, mediante un Plan que marcaba una agenda de trabajo para al menos una década. El objetivo marcado por Xi bajo el lema del “Sueño Chino” es duplicar en 2021 –centenario de la fundación del Partido Comunista– el PIB de 2010 para construir “una sociedad moderadamente próspera”, y en 2049 –centenario del establecimiento de la República Popular– “un país socialista moderno, próspero y fuerte”.
No puede confirmarse, sin embargo, que las reformas avancen al ritmo deseado. Una transformación estructural de este alcance cuenta con importantes enemigos en las empresas públicas, en los gobiernos locales, y en diversos grupos de intereses, incluso dentro del Partido. Eliminar esas resistencias consume buena parte de la atención de Xi: la lucha contra la corrupción, las campañas de control ideológico y su acumulación de poder personal son parte de la respuesta a ese reto. Pero, entretanto, el retraso en la ejecución de las reformas no hace sino agravar los problemas estructurales, algunos de los cuales escapan al control de las autoridades, como los factores demográficos o una deuda pública desbordada.
La dirección estratégica en la que se quiere avanzar es necesaria, pero la dinámica política parece imponerse a las exigencias de la economía. En último término, las perspectivas de reforma se ven afectadas por la propia naturaleza del sistema político chino, su falta de transparencia o la ausencia de un poder judicial independiente, elementos que propician, además de una corrupción endémica, unas prácticas intervencionistas del todo contradictorias con un mercado abierto.

Demografía, deuda y empresas públicas
La demografía es uno de los principales obstáculos al crecimiento sostenido de China. El tamaño de la población activa fue un factor decisivo de su dinamismo económico, pero la política del hijo único –impuesta por la presión que suponía una población de esas dimensiones sobre un Estado con limitados recursos– ha tenido un impacto ya difícil de corregir, pese al relajamiento de la prohibición en 2013. El censo de 2010 reveló un crecimiento anual de la población del 0,57 por cien en la década anterior frente al 1,07 de los años noventa, una cifra muy por debajo de lo esperado. En consecuencia, el número de chinos en edad de trabajar ha comenzado a contraerse: si entre 1990 y 2010 un total de seis millones de trabajadores se incorporaban anualmente al mercado laboral, durante las próximas dos décadas la población activa se reducirá en unos 6,7 millones de trabajadores cada año. De 940 millones en 2012, se pasará así a 700 millones en 2050, fecha en la que uno de cada tres chinos tendrá más de 65 años.
El envejecimiento de la población en un país con una reducida red de seguridad social, y la reducción de la población activa se traducirán en una disminución gradual del ahorro (y por tanto de la inversión), y empujarán al alza de manera significativa los costes salariales, afectando a la competitividad y al empuje de la economía. Es un desafío que, en una parte al menos, puede afrontarse mediante un aumento de la productividad apoyado en la innovación y la tecnología. No obstante, la aceleración del envejecimiento con una renta per cápita aún baja –al contrario de lo que ocurre en Japón o Corea del Sur– puede complicar en gran medida las ambiciones chinas.
Otro factor de riesgo es la deuda. Para impedir un parón excesivo durante la crisis financiera global, los líderes chinos recurrieron a un gigantesco paquete de medidas de estímulo. Pero al aumentar la inversión, se incrementó al mismo tiempo la deuda. Según un informe de McKinsey Global Institute, la deuda aumentó del 121 por cien del PIB en 2000, al 158 en 2007 y al 282 por cien en 2014. Los efectos de esa combinación de desaceleración económica y deuda no han tardado en salir a la superficie: no solo se ha agravado la carga financiera para el Estado, sino que buena parte de la deuda está vinculada a proyectos que –por el cambio de ciclo económico– difícilmente generarán los ingresos necesarios para poder reembolsar a los acreedores. La morosidad del sistema financiero –cuyo verdadero alcance se desconoce dado el notable crecimiento de la “banca en la sombra”–, vinculada a la deuda de gobiernos locales y empresas estatales en particular, se convierte de este modo en un problema cada vez mayor, que afecta a todas las decisiones relacionadas con las reformas y el crecimiento.
En opinión de la mayoría de los expertos, el sector público también representa una considerable amenaza al debilitar la capacidad de la economía para lograr un crecimiento sostenido. Las compañías de propiedad estatal, muchas de ellas improductivas (denominadas “zombis”), reciben un tratamiento preferente en forma de apoyo político, suelo y créditos baratos, en perjuicio del sector privado. La reestructuración de estas empresas comenzó hace dos décadas en la etapa de Zhu Rongji como primer ministro, pero sigue siendo un proceso inacabado. Su privatización, o al menos una reforma en profundidad, permitiría a las firmas privadas el acceso a industrias de capital intensivo y facilitaría una mayor competitividad. Lo desequilibrado del sistema explica que, en los primeros nueve meses de 2016, la inversión en el sector privado creciera un 2,5 por cien, frente al 21 por cien del estatal.
Innovación y la Nueva Ruta de la Seda
En el contexto de estos problemas estructurales a los que podrían añadirse otros como los obstáculos al aumento del consumo o un nivel de urbanización aún insuficiente, ¿cómo puede asegurarse el potencial de crecimiento a largo plazo? Además de medidas como la reducción de la burocracia y de los costes empresariales, o el desarrollo del sector servicios para dinamizar el sector privado, dos prioridades fundamentales consisten en crear un entorno favorable al impulso de industrias estratégicas, así como un nuevo ciclo de apertura al exterior, reflejado en esa ambiciosa iniciativa que es la Nueva Ruta de la Seda.
El Plan Quinquenal en vigor aspira a que China deje de ser la “fábrica del mundo” para convertirse en un líder global en innovación tecnológica, mejorando la cadena de valor añadido en una amplia gama de sectores. Englobadas bajo distintas iniciativas (Sci-Tech Innovation 2030, Made in China 2025, o Industrias Estratégicas Emergentes) se identifican, entre otros sectores relevantes, robótica y semiconductores, biotecnología, inteligencia artificial, industria aeroespacial, almacenamiento y distribución de energía, materiales avanzados o vehículos eléctricos. El mencionado informe de McKinsey indicaba que, para lograr un crecimiento anual medio del 5,5-6,5 por cien durante la próxima década, un 2-3 por cien de ese incremento del PIB deberá proceder de la innovación en sentido amplio. Pero el esfuerzo financiero en I+D+i (un 1,7 por cien del PIB en 2014, frente al 2,9 por cien de Estados Unidos) no resulta suficiente para que China pueda dar ese salto.
El gobierno promueve por ello una política de “innovación local”, orientada a facilitar la adquisición de tecnología, marcas y redes de distribución de sus socios extranjeros por parte de las empresas nacionales. Como resultado, las inversiones directas de China en el exterior han aumentado de 75.000 millones de dólares en 2011 a 150.000 millones en 2015, superando las que recibe la propia República Popular. Otro importante aspecto de esa política es la adopción de estándares nacionales, y la obligación de dar prioridad a las tecnologías chinas en los contratos públicos. El Plan Made in China 2025 espera que las empresas nacionales produzcan el 40 por cien de sus materiales y elementos fundamentales para la cadena de producción en 2020, y el 70 por cien en 2025. En consecuencia, se está restringiendo cada vez en mayor medida el acceso al mercado chino de las empresas extranjeras, además de hacerlo depender de la cesión de tecnologías y derechos de propiedad intelectual.
De manera simultánea, para dar salida a su exceso de capacidad industrial –acero, cemento, carbón, etcétera– y financiera –unas reservas de divisas que han descendido desde 2014 pero aún superan los tres billones de dólares–, China tiene que buscar también en el exterior un nuevo motor de crecimiento. A esa necesidad económica, además de a sus intereses geopolíticos, responde el proyecto de la doble Ruta de la Seda anunciado por Xi Jinping en 2013. Conocido como Belt and Road Initiative, o BRI, incluye el Corredor Económico de la Ruta de la Seda hacia Europa y Oriente Próximo a través de Asia Central, y la Ruta de la Seda Marítima del Siglo XXI, hacia el sureste asiático y el océano Índico.
China espera beneficiarse de la propuesta de distintas maneras. Al invertir en países que necesitan desarrollar sus infraestructuras, las empresas estatales chinas verán un aumento de facturación que ya no pueden obtener en el mercado nacional. La presencia china en los países que sean objeto de inversiones en relación con el proyecto se traducirá, por otra parte, en un aumento de la demanda de productos de la República Popular, lo que a su vez facilitará la transición de la economía a un modelo de crecimiento impulsado por el consumo. El creciente uso del yuan, al que se recurrirá por ejemplo en los préstamos del Fondo para la Ruta de la Seda y del Banco Asiático de Inversiones en Infraestructuras, establecido en 2015, y de otros bancos públicos nacionales, reforzará asimismo el papel internacional de la divisa china.
Se espera, en definitiva, que la puesta en marcha de la iniciativa contribuya a la sostenibilidad del crecimiento chino y a la transformación de su estructura económica. No obstante, también plantea riesgos. La tendencia a favorecer las empresas estatales supondrá un obstáculo añadido para el desarrollo del sector privado, además de resultar contradictorio con la liberalización supuestamente perseguida por el Plan de reformas de 2013. A algunos posibles socios extranjeros les preocupa, por otra parte, el efecto que pueda tener sobre sus industrias locales la posición dominante de Pekín, que primará a compañías chinas como contratistas y suministradores. Existen, por último, riesgos políticos relacionados con los problemas de seguridad de distintos países incluidos en la iniciativa, o con la discutible rentabilidad de los proyectos si son las élites tradicionales las que utilizan en beneficio propio, y no de sus economías, las inversiones chinas.

Es la política…
China, por concluir, afronta notables desafíos en su transición hacia un modelo económico eficiente. Sus líderes consideraron en 2013 que el éxito de esa transformación dependía de abrirse a las fuerzas del mercado y expandir el sector privado. Pero la dinámica política se ha impuesto sobre las reformas, situando a esos líderes ante unas opciones cada vez más difíciles en un entorno de desaceleración. ¿Es compatible la intención de mantener el monopolio del poder con el imperativo de lograr un crecimiento sostenible? El control político de la economía limitará, pese a las declaraciones oficiales, la liberalización necesaria para avanzar hacia otra estructura productiva.
El próximo noviembre, el XIX Congreso del Partido Comunista renovará sus principales órganos y, como parece previsible, ratificará la posición central de Xi Jinping hasta, al menos, 2022. El dilema, no obstante, seguirá en pie: quizá los líderes chinos han descubierto el secreto de una estrategia de modernización distinta de la experiencia occidental de los dos últimos siglos, pero la evidencia indica, más bien, que China no podrá tener la economía abierta que necesita mientras no se produzcan cambios políticos e institucionales.

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